Espero en el andén casi dormida, el tren se acerca, la rutina se encarga de encaminarme y recordarme que solo tengo dos
paradas antes de la mía. El convoy se llena de una fauna muy diversa, funcionarios, dependientes, algunos turistas madrugadores.
Huele a moho, a colonias mezcladas, a sudor
de miércoles.
Miro alrededor
buscando un espacio, no muy lejos de la
puerta y tropiezo con unos pies desparramados. El hombre sentado, viste
vaqueros, una camiseta ajustada al torso con más grasa que músculo. Las uñas mordidas menos la del dedo meñique larga
y sucia.
Su mirada torva vigila a alguien. Sigo la dirección de sus ojos hasta tropezar con la
figura que persigue, a cierta distancia
agarrada a la barra, una mujer alta, de
aspecto extraño de ojos negros como
pozos, de piel casi violácea, le mira
cansada y obedece a la señal que le lanza.
Son cautos en su trabajo, no se hacen visibles todos los
días. Aparecen dos días seguidos en vagones diferentes y otro cualquiera se instalan en el mismo vagón pero
nunca juntos. Desaparecen una semana entera, y después regresan
por separado distanciándose en el tiempo
Él se prepara el primero para bajar en la próxima estación y ella
se despega discretamente del hombre que
viajaba a su lado y despacio se acerca a la puerta.
Es también mi estación, y no puedo resistirme
a seguir sus movimientos es la primera vez que veo que descienden casi juntos y
la curiosidad me arrastra detrás de los dos por el pasadizo, en la pequeña
curva antes de la salida a la calle el hombre alarga su mano y le zarandea
despectivamente el brazo, ella le entrega algo y él lo guarda en su bolsillo trasero.
Observo los zapatos de la mujer, sus pies hinchados su
cuerpo rendido y a su lado el hombre bajo
de andar chulesco y puedo ver la noche en blanco de ella por las esquinas del
barrio chino y el camino de vuelta a
casa en Metro mientras aprovecha el
tiempo distrayendo alguna cartera para completar el salario del mes.
Yolanda Tejero
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