miércoles, 2 de noviembre de 2011

Dos psicopatas desalmados




Él

La banda sonora de mi vida la formaban el llanto sordo de las mujeres en la noche y el silencio a voces cuando no despertaban por la mañana.

Han pasado ocho años desde la primera vez que te vi. Fue en aquel mugriento bar cerca del despacho. Eras  una chica gris, como tu vestimenta, de los pies a la cabeza, traje marengo, zapatos negros, bolso a juego. No tenías ni una sola nota de color. Tu aspecto, serio, tus ojos amenazantes, tu voz ronca, tu pelo castaño de rizos tristes enmarcando el rostro anguloso. Tu nariz generosa, protagonista del conjunto, hacia ignorar la boca insignificante. Tu cuerpo era delgado, sin curvas insinuantes, ni rectas  provocadoras.


¿Qué me hizo girar la cabeza y cruzarme con tu mirada punzante? Si, fue aquel primer gruñido cuando viste tu abrigo empapado de café con leche. Mis torpes reflejos no pudieron evitar que el líquido se derramara encima. Me quedé estático, sin saber qué decir ni qué hacer… Me volvió la rabia ante la impotencia de no actuar a tiempo. Esa rabia sorda que me ciega y no me deja pensar…

Mi mirada se quedó enganchada de tu aspecto firme, hosco y decidido…



Ella

Siempre fue así, el sonido ágil del despertador me arrojaba de golpe a un día nuevo en el que yo me empeñaba en alcanzar un poco de perfección… y ocurría que alguien insignificante con su estupidez interrumpía el proceso.

En aquel sótano oscuro de ventanas opacas y sesenta empleadas poco brillantes, transcurría mi jornada laboral. Intentaba sacar el máximo partido con escasas herramientas a las desgraciadas que me miraban algunas con espanto. Otras apretaban dientes y puños mientras les imponía nuevas tareas o les criticaba duramente su labor. Sesenta tele-operadoras que debían vender lo ya invendible y una supervisora que tenía que explicar a sus jefes como lo conseguiría… y justo ese día el aturdimiento  permitió que tu café con leche se estrellara en mi abrigo recién llegado del tinte.

Me volví con toda mi furia desbocada y te descubrí los ojos con el susto congelado en tus pupilas, tu boca contraída paralizando palabras incapaz de pronunciar. Tu aspecto apocado, tu necedad y tu camisa recién planchada me robaron un hilo de blandura.



Él

Me exigiste el abrigo limpio en un par de horas. Lo llevé al tinte rápido. Te llamé, volví a escuchar tu voz ronca y decidida. Me colgué nuevamente de ese sonido hosco.

Recuperaste tu abrigo y sin saber cómo, se sucedieron las mañanas compartiendo desayunos. A las mañanas le siguieron las tardes y tu actitud mandona colocó a continuación las noches. Yo lo dejé pasar. Mi empleo no me permitía alquilar un piso. Estaba cansado de las quejas y preguntas de mi madre. Tu piso gris y tus órdenes  me amodorraron la vida. Trasladé mis costumbres y mis trastos a tu casa. Cambiaba de empleo a menudo  y tu ira aumentaba. Tal vez confiaste que alguna vez prosperaría. A veces conseguías engañarte, tú sola, tú, la mujer dura a la que todos temen… nadie te prometió nada. Insultabas, gritabas, ofendías y yo no te oía nunca…

Tus reproches, tus agrias amenazas…eran como lluvia caída en torrente yo no te oía nunca… Utilizaba tu piso gris y te odiaba, te odiaba mucho. Sin ningún rencor, yo solo te odiaba… Desde el principio, te odié.

Contigo la rabia sorda volvió a despertar y yo no la pude contener… Me volvió esa tormenta que me enajenaba y me obligaba a urdir, queriendo a sabiendas y sin arrepentimientos, yo urdía cosas… tu no tenias ni idea… de lo que era capaz de hacer.



Ella

Te deseaba, porque me temías. Todo lo demás que procedía de ti me era indiferente, a veces incluso me repugnaba. Te sentía muy por debajo de mis objetivos. Yo no tenía tiempo para buscar un tipo mejor, seguramente ni existiera uno lo suficientemente bueno. Mejor un estúpido en mano que ciento volando. No creía en el reloj biológico, ni falta que hacía. Ascendía en mi trabajo y estaba mejor visto acudir a los compromisos de empresa con un abalorio de la mano. Eso eras para mí un complemento más a usar en mi vida.

Sin ningún complejo, lo siento y lo digo: humillarte en casa era muy necesario para mí, pero en las cenas o en los almuerzos era aún mucho más excitante. Tus ojos seguían con ese susto congelado, esa tartamudez enojosa… y yo devorando todo esto con un regusto de desdén.

Al día siguiente volvía a persuadirte con falso cariño que todo eran figuraciones. Yo solo tenía un carácter fuerte. Te daba un día de tregua y volvía a mi sistema de derribo.



Él

Por la mañana pasó el afilador anunciando con su flauta, dejando escapar esa canción de muerte, recordándome afilar los cuchillos esos que cortando hieren de muerte, alma y cuerpo.

Por la noche te acompañé  a una cena de compromiso. A los postres te cebaste en insultarme, desde el afecto y la ternura, si... Todos me miraban regalándome conmiseración.

Y me volvió la rabia… y era muy fuerte, yo no quería contenerla. En la mesa una de tus empleadas no dejaba de mirarme y yo la elegí a ella. Decía que me entendía… Yo no la escuchaba

En un rincón oscuro al lado del almacén del restaurante, la dejé hablar un poco más. Con un arrebato de romanticismo fingido la tapé la boca y los ojos, desplegué el delantal de plástico fino y con un cuchillo bien afilado la atravesé el corazón. Luego seguí probando su filo en otras zonas de su cuerpo. La arrastré al almacén y la metí en una cuba.

Así terminé con ese sufrimiento inútil de empleada sumisa.

El afilador volvía y yo le entregaba mis cuchillos. Tu seguías atizando mi paciencia con refinados desprecios y yo seguía buscando muchachas insulsas para calmar mi rabia.

Ellas se dormían con un llanto sordo de boca tapada, mientras yo hundía mi cuchillo atravesando su corazón y fileteando su alma.

Con las voces de su silencio mi rabia se dormía de nuevo y yo no me arrepentía de nada.



Ella

Cada día que pasaba tu actitud me incomodaba más. Tu mirada se volvía torva. Algo escondías. Ser estúpido, sin alicientes ni ambición, cada empleo te duraba un poco menos que el anterior. Al abrir la puerta siempre la misma composición: tu cuerpo lánguido y fofo tumbado en el sofá. Las latas de cerveza aplastadas por el suelo, mi odio creciendo, mi deseo menguando, mi cabeza maquinando…

Yolanda Tejero



Publicado en Julio 2011: Fanzine Electrónico El 9 Intento - Monográfico Psicópatas


martes, 13 de septiembre de 2011

Thereza




Me acabo de arreglar, llevo el vestido naranja, el del tejido brillante, como de seda salvaje. Los zapatos  son de la misma tela. Salgo a dar mi paseo diario. Tengo los pies helados, intentaré caminar lo más aprisa que pueda, para que entren en calor. El jardín está tan descuidado… casi salvaje. No hace mucho tiempo era uno de los más admirados de la ciudad pero ahora nadie lo reconocería. Malas hierbas, setos deformados, árboles sin podar ya no queda ningún rosal.

Lástima que todos hayan perdido el interés por esta inmensa mansión. Por las goteras escapan sus lágrimas. En las paredes desconchadas se delatan sus arrugas, la cocina pierde sus azulejos y los libros desaparecen de la Biblioteca, del mismo modo que los viejos olvidan sus recuerdos. La casa se está despidiendo de sus tiempos de esplendor.  Envejece y muere como sus habitantes y a nadie le importa.

Voy a regresar. Este tejido hace mucho ruido cuando camino. Se avecina una gran tormenta. El cielo se ha vuelto negro y  no hay tiempo que perder. Muy pronto lloverá torrencialmente. El clima sigue fiel a sus costumbres, es lo único que permanece inalterable.

Los niños ya vuelven del colegio. Sus juegos, sus voces, sus riñas, el ruido de sus pasos, logran mantener la vida en esta vieja casa. 

La merienda ya está preparada en la cocina. Denise siempre está pendiente de ellos. Cuida de los pequeños y los mayores, como si la vida le fuera en ello. Todo está siempre a punto; la ropa, la comida, la limpieza. Tendrá que marcharse pronto, o la lluvia anegará el camino de vuelta a la humilde chabola.

Cuando terminen de merendar, la niña mayor llevará a los otros a la Biblioteca para hacer los deberes. Se ocupará de ellos, hasta que sus padres regresen del trabajo. Hoy con la tormenta será difícil controlarlos. Yo no podré escribir como pensaba. Me gusta oírlos, y me distraigo con sus ocurrencias.

Llueve  con desesperación. Los cristales se han empañado, ya no puedo ver el jardín. El relámpago parece que ha caído en la zona del huerto. El primer trueno ha sido  ensordecedor. 

Los críos, siguiendo las órdenes de la niña mayor, se han sentado en el suelo. Es muy marimandona, y un poco malévola. Les está diciendo que las cuerdas de la ropa son de alambre y atraerán los rayos. Este  último relámpago ha caído muy cerca del tendedero. Les ordena sentarse en el suelo haciendo un círculo, con las manos cogidas, para evitar que el rayo les caiga encima. Los pequeños están muertos de miedo. La luz se ha ido. La casa se ha quedado a oscuras. Ella busca unas cerillas para encender las velas.

Siento lástima de los pequeños, están llorando y la mayor sigue atizándoles el miedo. Ahora les dice que tendrán que bajar al sótano. En algún sitio ha oído que allí  los rayos no les alcanzaran. Ella y uno de los mayores van delante con una vela. Los dos pequeños agarraditos de la mano van detrás. 

Acaban de entrar en el sótano, la oscuridad es casi total. Las velas dibujan sus  sombras. Ahora la mayor también siente miedo. La casa está en una pequeña colina, el terreno es desigual, por eso según avanzan el techo  va encogiendo. Se deben agachar para poder seguir. La "Marimandona" ordena a los dos pequeños que vayan primero para que puedan llegar hasta el final del sótano.

Hay vigas de madera que parecen delimitar habitaciones. Tropiezan con muchos  objetos: cajas viejas, sombrereras, lámparas, máscaras de carnaval, muebles decrépitos... Hay libros por todos los rincones. Amontonados encima de la mesa quedan unos pocos ejemplares de mi primer poemario. La niña grande coge uno de ellos. Lee mi nombre debajo del título "Máscara de Sol". Intenta  buscar nuestro parentesco. Los apellidos "Limongi- França", coinciden y el nombre "Thereza" lo ha oído muchas veces  en las conversaciones de los mayores.

Están aproximándose a mi habitación. Me quedo quieta para que la seda de mi vestido no cruja. Mis pies están aun más fríos que antes.

Los niños entran. Miran hacia mi cama, está perfectamente hecha, esto les desconcierta. No es como lo que han visto hasta ahora. Descubren mi escritorio y por debajo asomando  mis zapatos de seda naranja. Las puntillas amarilleadas por el tiempo, dejan ver unos delgadísimos tobillos negros.                                                                          Estoy   agotada. Ahora ya no puedo, ni quiero esconderme.

Mi cabeza reposa encima de la mesa, mis cabellos están blancos y demasiado largos.  El sombrero se ha caído y no tapa ya mi calavera. Veo con dolor el espanto en los ojos de los niños.

Cien años muriendo como viven otros, es mucho tiempo. El cansancio ha vencido.

Ahora sólo me pregunto: ¿Quién leerá los versos que escribe una muerta?


Yolanda Tejero



Este cuento de la Bella Durmiente/*Que vestida de muerta, siente la vida /*Destapar lentamente sus recuerdos*  Rios Nocturnos- Maria Thereza Limongi-França//
  

lunes, 12 de septiembre de 2011

El Hombre Bala





Micro relato




Aquel día, el Hombre Bala llegó tarde a la cita.

Siempre puntual, sin embargo ese domingo el cañón se quedó esperando con la mecha encendida.  

La casualidad hizo que el Hombre Bala, se pasara por el supermercado del barrio. Vestido ya para su trabajo, compró lo imprescindible.

Cuando llegó a la caja, tenía aquel extraño personaje delante de él. Levantó la mirada hacia la cajera y se encontró aquellos enormes ojos con un SOS dibujado en sus pupilas. El Hombre Bala miró al tipo y vio cómo amenazaba a la muchacha con una navaja. 

Con un movimiento ágil, se colocó el antifaz y con voz profunda le ordenó que soltara el arma.

La chica cayó en sus brazos. Desde entonces, no se separaron. El amor y los buenos alimentos engordaron el contorno del Hombre Bala que nunca volvió al cañón.
Pasó tiempo, unos arreglos en su disfraz, unos zapatones y una bola roja por nariz,  bastaron para convertirle en  un triste payaso.

Yolanda Tejero

El emigrante





Cuento



Ernesto salió huyendo de allí, enloquecido por los gritos de sus compañeros de camarote. Tres muchachos, pobres como ratas compartiendo aquel habitáculo oscuro, impregnado de ese olor acre a miseria, con ese ojo redondo y enorme como el de un Cíclope vigilando sin descanso.

Tambaleándose, salió a cubierta. Se dio de bruces con la noche teñida de negro. El cielo estaba plagado de nubes, la luna y las estrellas habían desaparecido.

El suelo brillante, resbaladizo de humedad y mugre, le obligaba a clavar sus viejos zapatos en él. Caminaba agarrándose fuertemente a la barandilla para no caer.

De golpe le invadió un tremendo cansancio, miró a su alrededor, encontró una vieja hamaca y se dejó caer sin más.

Ernesto, se había prometido no volver la vista atrás... Pero en el cielo negro, como si de un telón de fondo, se tratase, comenzaron a desfilar imágenes, recuerdos, viejos retales de tiempo… Una mezcla de extrañas sensaciones.

Una enorme puerta se abrió y tras ella, como un abismo estaba ese mar trágico, azul intenso, el agua ahogando sus sentimientos. El Atlántico engullía y poseía todos sus sueños. Allí encontró una casa de agua, con una habitación al lado de la cocina. El mar le sugirió que esa despensa algún día estaría llena de nuevas sensaciones. Los estantes se llenarían de esperanza, trabajo… Guardarían amor y alegría, tampoco faltarían pasión y dolor.

Recorrió la casa, buscando a su madre. La encontró de espaldas, en la cocina, calentando las sobras de la noche anterior, llorando quedamente. El pequeño de sus hermanos, agarrado a su delantal.

El ruido de llaves en la cerradura de agua, anunciando la llegada del padre cansado después de 14 horas en el tajo.

Su hermana con la mirada perdida, lloraba sin consuelo en su habitación de agua, ya no tenía, telas ni hilos para bordar su ajuar.

Su abuela se mecía despacio mirando su jardín de agua profunda y gris.

Ernesto, sintió un frio punzante atravesando sin piedad su esperanza. Sus ojos descubrieron los reflejos de luces débiles en la lejanía. Sintió con estupor que el barco no se había movido. Solo quiso huir. Comenzó a caminar trastabillando con sus propios pies, dio una vuelta completa a la cubierta… El barco seguía anclado a puerto, las luces tenues de las casas parpadeaban y a él le parecieron tristes y desamparadas.

Desde ese preciso instante supo que no volvería nunca a su ciudad.


Yolanda Tejero



Miedos



Miedos sin escondites donde ocultarse
Miedos que se escapan de cuevas oscuras
Rompen en truenos sordos y rayos deslumbrantes
Duermen en hospitales envueltos en sufrimiento
Se disfrazan de rutina y normalidad

Despiertan con heridas de sangre
Gritan sin voz el silencio del dolor
La humedad salada de las lágrimas
El desgarro de las despedidas
La sin razón de la vejez decadente
Miedo a dar la bienvenida a la muerte


Yolanda Tejero




Hay hogueras





Hay hogueras, miles de hogueras
crepitando con sonidos de palmas sordas
arden rojas
se reflejan amarillas
chispean plateadas
Pies saltando
Ojos llorando
manos despidiendo
gargantas tragando
Hay hogueras, miles de hogueras
en la arena
en el mar
en las estrellas
en las soledades
Ahí, ahí también hay hogueras